miércoles, 30 de diciembre de 2009

La felicidad después del adiós

Un día, el incontenible extremo derecho contempla cómo el defensa central entre cuyos atributos no figura la ligereza de pies llega a la pelota antes que él, y un centro exactamente igual a los que dieron tantos goles y campeonatos se queda inusitadamente alto para el especialista en rematar de cabeza llegando desde la media luna, y el incombustible defensa lateral que llegó hasta el corredor del área enemiga tiene que interrumpir su presuroso regreso a la zona propia afectado por una fatiga hasta entonces desconocida: poco tiempo después, víctimas del desgaste de miles de kilómetros, de centenares de patadas, de lesiones mal curadas, los futbolistas dejan las competencias profesionales.
Algunos pretenden apelar el veredicto de la edad: entonces sucumben al impulso de contemplar cómo su cuerpo desobedece cualquier tentativa de redoblar esfuerzos y, tristemente, malbaratan la poca o mucha gloria que acumularon tras años de regar el césped con sudor y sangre, generan abucheos o firman autógrafos en ligas menores, postergan el descanso que les exigen sus maltrechas articulaciones. Otros se retiran a tiempo y ejercen de entrenadores, de mercaderes o de directivos. Pero algo tienen en común: después de su retiro, unos y otros suelen encontrar espacios para regocijarse con el juego al que dedicaron su vida, ya sea en pequeñas ligas de veteranos o en amistosos a los que sigue una ronda de cervezas.
Los aficionados al futbol también suelen serlo al arte de malgastar el tiempo con ejercicios hermosos e inútiles como el de desentrañar si los remates de Marco Van Basten eran más eficaces que los regates cortos de Romario, si Fernando Redondo era mejor mediocampista que Josep Guardiola, si Ferreti le pegaba al balón más duro que Aravena. Aviva estas discusiones el combustible aportado por las hemerotecas y por Youtube. Y muchos de estos aficionados, no obstante comprender que los laterales volantes de hoy recorren más kilómetros a mayor velocidad que los de su juventud y que los músculos escrupulosamente ejercitados por los porteros les permiten llegar a balones antaño imposibles, víctimas de la nostalgia dictaminan que todo partido pasado fue mejor.
Pero ocurre a veces que las nostalgias de aficionados y exfutbolistas coinciden en partidos organizados casi siempre con motivos altruistas, y los primeros desempolvan las virtudes y las carencias que los hicieron inolvidables para los segundos, quienes, con camisetas agujereadas que portan el número y el apellido de los primeros, sin importar si el dinero que pagan por el boleto servirá para conseguir la paz en el norte o para paliar el hambre en el sur, festejan los zurdazos, las atajadas precisas en cámara lenta, las sonrisas aderezadas con arrugas de los goleadores de siempre.
Los partidos de veteranos hacen felices a los que los juegan, a los que los observan y a los beneficiados por el gesto altruista. Nada más se puede pedir.

lunes, 7 de diciembre de 2009

La prodigiosa mano de Thierry Henry

Agobiado por el multimillonario peso de ser el deporte más popular del mundo y por encarnar todo tipo de nacionalismos y corrientes ideológicas, el futbol se ha convertido en una fábrica de héroes y villanos, en una máquina extractora y trituradora de gloria cuyas consecuencias se extienden mucho más allá del espacio verde delimitado por las líneas de cal. Así, no es de extrañar que la instantánea ceguera de un árbitro sueco impidiera que miles de litros de cerveza irrigaran el corazón de Irlanda, levantara sospechas, pervirtiera un triunfo y, lo más lamentable, pusiera una mancha indeleble en la figura de uno de los mejores futbolistas de las últimas décadas.
Thierry Henry controló la pelota con la mano, dio el pase para que Francia anotara el gol que la clasificara a la Copa del Mundo de 2010 y adquirió una fama estridente, mayor que la correspondiente a una brillante trayectoria que comenzó mucho antes del infausto día de noviembre que enfrentó a Irlanda.
Durante la primera década del siglo XXI, el juego del Arsenal, un equipo inglés de antiguas glorias y penurias longevas, provocó admiración y respeto. El creador de ese sutil mecanismo que ganaba partidos y cosechaba aplausos era un francés que nunca jugó futbol de élite llamado Arsene Wegner, quien al reunir a Dennis Bergkamp y Thierry Henry formó una pareja de delanteros que encontraba formas insólitas de canalizar el magnífico juego de su equipo.
A Thierry Henry muy pronto le quedó pequeño el futbol de su país. Campeón en el Mónaco, el liviano delantero pasó sin gloria reseñable por el Juventus de Italia, y luego llegó al equipo londinense, donde demostró su insuperable velocidad de piernas y de mente, su exquisita técnica, su poderoso disparo, su prodigiosa capacidad para despanzurrar líneas defensivas con su zancada y su ubicuidad en el área rival. Sólo el poderoso Barcelona de Ronaldinho y Eto’o impidió a Henry ganar la Liga de Campeones de Europa.
Harto de padecer el habitual desbaratamiento anual del Arsenal, donde ganó tres ligas y una copa y cuya afición le había atribuido la categoría de un semidiós, Henry cambió Londres por Barcelona. Tras un primer año decepcionante, el francés integró uno de los mejores equipos de toda la historia del futbol mundial. Acompañado de Messi, Iniesta, Xavi, Puyol, Márquez y Eto’o, Henry ganó la Liga y la Copa Española, y la Liga de Campeones de Europa. Con la selección francesa, Henry ganó un Mundial, Eurocopa y una Copa Confederaciones: todo lo que se puede ganar.
La mano de Henry pasará a la historia por controlar tramposamente un balón, yo prefiero recordarla como la mano que ha levantado todos los grandes trofeos del futbol mundial.

Manolo el del bombo

España prescindió de Míchel y Butragueño, del sabio cascarrabias Luis Aragonés, de su mote “Furia roja” y hasta del estilo de juego que motivó éste, desfasado ahora por el primoroso futbol que hilvana en los últimos años, pero desde el mundial de 1982 no ha dejado de jugar bajo el influjo estruendoso de Manuel Cáceres Artesero (San Carlos del Valle, 1949).
Luego de “trabajar” en equipos pequeños como el Huesca, el Barbastro y el Monzón, “Manolo el del Bombo”, uno de los aficionados futboleros más famosos del mundo gracias a su descomunal tambor y a la permanente euforia de sus rudimentos percusionistas, dio el salto al Zaragoza, y en 1968 se sintió listo para su debut en la selección absoluta de España.
El primer viaje internacional de Manolo para animar a la selección española al extranjero fue a Chipre, en 1979, pero su primer gran trayecto a la fama que hoy goza fue recorrer casi 16 mil kilómetros de aventón por todo su país durante la Copa del Mundo. Ese viaje fue su particular viacrucis y redención, su conversión a la figura entre esperpéntica y admirable que muestra su poderoso fervor en escenarios de casi todos los continentes: "En el Mundial del 82 hice 15 mil 800 kilómetros en autostop, terminó el Mundial y me quedé sin trabajo, no tenía nada. Estaba en Alicante y quería ir a Barcelona a buscar trabajo; me recogió una ambulancia que llevaba un muerto y que iba para Valencia. Allí conocí a un hombre que llevaba una sala de fiestas, fui con él a Barcelona y me dieron trabajo como relaciones públicas. A los dos días vine a Valencia y aquí me he quedado".
Mientras millones de hinchas demuestran su pasión y fidelidad a unos colores aporreando rivales o, en su defecto, enunciando cómo los aporrearían, Cáceres Artesero se ha decantado por no importarle demasiado los colores de los clubes a los que entrega su decibélico amor. Después de amar al Zaragoza, Manolo animó al Valencia —ciudad donde hoy reside y en la que tiene un bar-museo del futbol frecuentado por miles de futboleros que, además de buscar la foto con el ídolo en boga, pretenden la imagen con el icónico Manolo y su bombo—, e incluso al Real Madrid y al Barcelona.
Manolo destrozó su familia y perdió más de un negocio por presenciar los partidos de la Roja en todo el mundo. Pero su esfuerzo no ha sido del todo vano: desde hace algunos años, la Real Federación Española de Futbol le consigue boletos para los aviones y entradas para los partidos.
En 2008 demostró que su presencia no era la causa del escaso éxito de la selección española: Manolo y su bombo estuvieron presentes la noche que España y su brillante futbol ganaron la Eurocopa de Austria-Suiza.
A sus 60 años, Manolo está listo para afrontar su séptimo mundial en Sudáfrica y, según sus cálculos, únicamente le quedarían otros cinco antes de retirarse. Mientras tanto, los tímpanos adjuntos a su bombo seguirán padeciendo su vigor.